8 de septiembre de 2012

El Rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda

Esta historia nos lleva a la época del rey Arturo y los caballeros de la Mesa Redonda, tiempo de hechicería y castillos de puentes levadizos, tiempo de intrigas y batallas heroicas, tiempo de dragones mágicos que arrojan fuego por la boca y de paladines de honor y valor ilimitados.
El rey Arturo había enfermado. En tan sólo dos semanas su debilidad lo había postrado en una cama y ya casi no comía. Todos los médicos de la corte fueron llamados para curar al monarca pero nadie había podido diagnosticar su mal. Pese a todos los cuidados, el buen rey empeoraba.
Una mañana, mientras los sirvientes aireaban la habitación donde el rey yacía dormido, uno de ellos le dijo al otro con tristeza:
-Morirá...
En el cuarto se encontraba sir Galahad, el más heroico y apuesto de los caballeros de la mesa redonda y el compañero de las grandes lides de Arturo. Galahad escuchó el comentario del sirviente y se puso de pie como un rayo, tomó al sirviente por la ropa y le gritó:
-Jamás vuelvas a repetir esa palabra, ¿entiendes? El rey vivirá, el rey se recuperará...Sólo necesitamos encontrar al médico que conozca su mal, ¿oíste?
El sirviente, temblando, se animó a contestar:
-Lo que pasa, Sir, es que Arturo no está enfermo, está embrujado.
Eran épocas en que la magia era tan lógica y natural como la ley de gravedad.
-¡Por qué dices eso, maldición!- preguntó Galahad
-Tengo muchos años mi señor, y he visto decenas de hombres y mujeres en esta situación, solamente uno de ellos ha sobrevivido.
-Eso quiere decir que existe una posibilidad...Dime cómo lo hizo ése, el que escapó de la muerte.
-Se trata de conseguir un brujo más poderoso que el que realizó el conjuro, si eso no se hace, el hechizado muere.
-Debe haber en el reino un hechicero poderoso- dijo Galahad-, pero si no está en el reino lo iré a buscar del otro lado del mar y lo traeré.
-Que yo sepa hay solamente dos personas tan poderosas como para curar a Arturo, sir Galahad: uno es Merlín, que aun en el caso de que se enterara tardaría semanas en venir y no creo que nuestro rey pueda soportar tanto.
-¿Y la otra?
El viejo sirviente bajó la cabeza moviéndola de un lado a otro negativamente.
-La otra es la bruja de la montaña...Pero aún cuando alguien fuera suficientemente valiente para ir a buscarla, lo cual dudo, ella jamás vendrá a curar al rey que la expulsó del palacio hace tantos años.
La fama de la bruja era realmente siniestra. Se sabía que era capaz de transformar en su esclavo al más bravo guerrero con sólo mirarlo a los ojos; se decía que con sólo tocarla se le helaba a uno la sangre en las venas; se contaba que hervía a la gente en aceite para comerse su corazón.
Pero Arturo era el mejor amigo que Galahad tenía, había batallado a su lado cientos de veces, había escuchado sus penas más banales y las más profundas. No había riesgo que él no corriera por salvar a su soberano, a su amigo y a la mejor persona a la que había conocido. 
Galahad calzó su armadura, y montando en su caballo se dirigió a la montaña Negra donde estaba la cueva de la bruja. Apenas cruzó el río, notó que el cielo comenzaba a oscurecerse. Nubes opacas y densas perecían ancladas al pie de la montaña. Al llegar a la cueva, la noche parecía haber caído en pleno día.
Galahad desmontó y caminó hacia el agujero en la piedra. Verdaderamente, el frío sobrenatural que salía de la gruta y el olor fétido que emanaba del interior lo obligaron a replantear su empresa, pero el caballero resistió y siguió avanzando por el piso encharcado y el lúgubre túnel. De vez en cuando, al aleteo de un murciélago lo llevaba a cubrirse la cara. 
A quince minutos de marcha, el túnel se abría en una enorme caverna impregnada de un olor acre y de una luz amarillenta generada por cientos de velas encendidas. En el centro, revolviendo una olla humeante, estaba la bruja.
Era una típica bruja de cuento, tal y como se la había descrito su abuela en aquellas historias de terror que le contaba en us infancia para dormir y que lo desvelaban fantaseando la lucha contra el mal que emprendería cuando tuviera edad para ser caballero de la corte.
Allí estaba, encorvada, vestida de negro, con las manos alargadas y huesudas terminadas en uñas tan largas que parecían garras, los ojos pequeños, la nariz ganchuda, el mentón prominente y a actitud que encarnaba el espanto.
Apenas Galahad entró, sin mirarlo siquiera, la bruja gritó:
Vete antes de que te convierta en sapo o en algo peor!
-Es que he venido a buscarte- dijo Galahad-, necesito ayuda para mi amigo que está muy enfermo.
-Je...je...je- rió la bruja -. El rey está embrujado y a pesar de que no he sid yo la que ha hecho el conjuro, nada hay que puedas hacer para evitar su muerte.
-Pero tú... tú eres más poderosa que quien hizo el conjuro. Tú podrías salvarlo- argumentó Galahad.
-¿Por qué haría yo tal cosa?- preguntó ella recordando con resentimiento el desprecio del rey.
-Por lo que pidas- dijo Galahad-, me ocuparé personalmente de que se te oague el precio que exijas.
La bruja miró al caballero. Era ciertamente extraño tener a semejante personaje en su cueva pidiéndole ayuda. Aún a la luz de las velas, Galahad era increíblemente apuesto, lo cual, sumedo a su porte, lo convertiría en una imagen de la gallardía y la belleza.
La bruja lo miró de reojo y anunció:
-El precio es éste: si curo al rey, y solamente si lo curo...
-Lo que pidas -dijo Galahad.
Quiero que te cases conmigo!
Galahad se estremeció. No concebía pasar el resto de sus días conviviendo con la bruja, y, sin embargo, era la vida de Arturo. Cuántas veces su amigo había salvado la suya durante una batalla. Le debía no una, sino cien vidas... Además, el reino necesitaba de Arturo.
-Sea -dijo el caballero-, si curas a Arturo te desposaré, te doy mi palabra. Pero por favor apúrate, temo llegar tarde a castillo y que sea tarde para salvarlo.
En silencio, la bruja tomó una maleta, puso unos cuantos polvos y brebajes en su interior, recogió una bolsa de cuero llena de extraños ingredientes y se dirigió al exterior, seguida por Galahad.
Al llegar afuera, sir Galahad trajo su caballo y con el cuidado con el que se trata a una reina, ayudó a la bruja a montar en él. Montó a su vez y se dirigieron hacia el castillo.
Una vez en él, gritó al guardia para que los dejara entrar. Franqueado por la gente de aquella fortaleza, que murmuraba sin poder creer en lo que habían visto, o se apartaban para no cruzar su mirada con la horrible mujer, Galahad llegó a la puerta de acceso a las habitaciones reales.
Con la mano impidió que la bruja se bajara por sus propios medios y se apuró a darle el brazo para ayudarla. Ella se sorprendió y lo miró con sarcasmo.
-Si es que vas a ser mi esposa -le dijo- es bueno que seas tratada como tal.
Apoyada en el brazo de él, la bruja entró a la recámara real. El rey había empeorado desde la partida de Galahad; ya no despertaba ni se alimentaba.
Galahad mandó a todos a abandonar la habitación. El médico rela pidió permanecer allí y se lo permitió. La bruja se acercó al cuerpo de Arturo, lo olió, dijo algunas palabras extrañas y lueg preparó un brebaje desagradable que mezcló con un junco. Cuando intentó darle de beber al rey, el médico la frenó:
-No -dijo-, yo soy el médico y no confío en brujerías. Fuera de...
Y seguramente habría continuado diciendo "...este castillo...", pero no llegó a hacerlo; Galahad estaba a su lado con la espada cerca del cuello del médico y la mirada furiosa.
-No toques a esta mujer -dijo Galahad-; y el que se va eres tú... ¡Ahora!
El médico huyó asustado. La bruja acercó la botella a los labios del rey y dejó caer el contenido de la misma en su boca.
-¿Y ahora? -preguntó Galahad.
-Ahora hay que esperar -dijo ella.
Ya en la noche, Galahad se quitó la capa y armó para ella un pequeño lecho a los pies de la cama del rey. Él se quedaría en la puerta cuidando de ambos.
Al día siguiente, por primera vez en muchos días, el rey despertó.
Comida! -gritó-. Quiero comer, tengo mucha hambre.
-Buenos días, majestad -saludó Galaad con una sonrisa, mientras hacía sonar la campanilla para llamar a los sirvientes.
-Mi querido amigo -dijo el rey-, siento tanta hambre como si no hubiese comido en semanas.
-No comiste en semanas -respondió Galahad.
En eso, a los pies de su cama apareció la bruja, mirándolo con una mueca que seguramente reemplazaba en ese rostro a la sonrisa. Arturo creyó que era una alucinación. Cerró los ojos y se los refregó, hasta comporbar que ella estaba allí.
-Te he dicho cientos de veces que no quería verte cerca del palacio ¡Fuera de aquí! -dijo el rey.
-Perdón, mejestad -dijo Galahad-, debes saber que si la echas me estás echando a mí también. Es tu privilegio echarnos a ambos, pero si se va ella me voy yo.
-¿Te has vuelto loco?- preguntó Arturo- ¿A dónde irás tú con este monstruo infame?
-Cuidado, alteza. Estás hablando de mi futura esposa.
-¿Qué? ¿Tu futura esposa? Yo he querido presentarte a las jóvenes casaderas de las mejores familias del reino, a las princesas más codiciadas de la región, a las mujeres más hermosas del mundo, y las has rechazado a todas. ¿Cómo vas a casarte con ella?
La bruja se agarró burlonamente el pelo y dijo:
-Es el precio que ha pagado para que yo te cure.
No! -gritó el rey-. Me opongo. NO permitiré esa locura. Prefiero morir.
-Está hecho, mejestad -dijo Galahad.
-Te prohíbo que te cases con ella -ordenó Arturo.
-Majestad -dijo Galahad-. Existe sólo una cosa en el mundo más importante para mí que tus órdenes, y es mi palabra. Yo hice un juramento y me propongo cumplirlo. Si tú te murieses mañana, habría dos eventos el mismo día. 
El rey comprendió que no podía hacer nada para proteger a su amigo de su juramento.
-Nunca podré pagar tu sacrificio por mí, Galahad, eres más noble aún de lo que siempre supe. -El rey se acercó a él y lo abrazó- Dime aunque sea qué puedo hacer por tí.
A la mañana siguiente, a pedido del caballero, en la capilla del palacio, el sacerdote casó a la pareja con la única presencia de su majestad el rey. Al final de la ceremonia, Arturo entregó a Galahad su bendición y un pergamino que cedía a la pareja los terrenos del otro lado del río y la cabaña al otro lado del monte.
Cuando salieron de la capilla, la plaza central estaba inusualmente vacía; nedie querís festejar ni asistir a esa boda; los corillos del pueblo hablaban de brujerías, de hechizos trasladados, de locura y posesión...
Galahad condujo el carruaje por los ahora desiertos caminos en dirección al río y de allí por el camino alto hacia el monte.
Al llegar, bajó presuroso y tomando a su esposa amorosamente por la cintura, la ayudó a bajar del carruaje. Le dijo que guardaría los caballos y la invitó a pasar a su nueva casa. Galahad se demoró un poco más porque prefirió contemplar la puesta de sol hasta que la línea roja terminó de desaparecer en el horizonte. Recién entonces Sir Galahad tomó aire y entró.
El fuego del hogar estaba encendido y, frente a él, una figura desconocida estaba de pie, de espaldas a la puerta. Era la silueta de una mujer vestida en gasas blancas semitransparentes que dejaban adivinar las curvas de un cuerpo cuidado y atractivo.
Galahad miró a su alrededor buscando a la mujer que había entrado unos minutos antes, pero no la encontró.
-¿Dónde está mi esposa?
La mujer giró y Galahad sintió su corazón salírsele del pecho. Era la mujer más hermosa que había visto jamás. Alta, de tez blanca, ojos claros, largos cabellos rubios y un rostro sensual y tierno a la vez. El caballero pensó que se habría enamorado de ella en otras circunstancias.
-¿Dónde está mi esposa? -repitió, ésta vez un poco más enérgico.
La mujer se acercó un poco y en un susurro le dijo:
-Tu esposa, querido Galahad, soy yo.
-No me engañes, yo sé con quién me casé -dijo Galahad- y no se parece a tí.
-Has sido tan amable conmigo, querido Galahad, has sido cuidadoso y gentil aún cuando sentías que aorrecías mi aspecto, me has defendido y respetado tanto como nadie lo hizo nunca, que te creo mereedor de esta sorpresa... La mitad del tiempo que estemos juntos tendré este aspecto que ves, y la otra mitad del tiempo, el aspecto con el que me conociste... -la mujer hizo otra pausa y cruzó su mirada con la de Sir Galahad-. Y como eres mi esposo, mi amado y maravilloso esposo, es tu privilegio tomar esta desición: ¿Qué prefieres, esposo mío? ¿Quieres que sea ésta de día y la otra de noche o la otra de día y ésta de noche?
Dentro del caballero el tiempo se detuvo. Este regalo del cielo era más de lo que había soñado. Él se había resignado a su destino por amor a su amigo Arturo y allí estaba ahora, pudiendo elegir su futura vida. ¿Debía pedirle a su esposa que fuera la más hermosa de día para pasearse ufanamente por el pueblo, siendo la envidia de todos, y padecer en silencio y soledad la angustia de sus noches con la bruja? ¿O más bien debería tolerar las burlas y desprecios de todos los que lo vieran del brazo de la bruja y consolarse sabiendo que cuando anocheciera tendría para él sólo el placer celestial de la compañía de esta hermosa mujer de la cual ya se había enamorado? Sir Galahad, el noble Sir Galahad, pensó, y pensó, y pensó; hasta que levantó la cabeza y dijo:
-Ya que ers mi esposa, mi amada y elegida esposa, te pido que saeas, la que tú quieras ser en cada momento de cada día de nuestra vida juntos...
Cuenta la leyenda que cuando ella escuchó ésto y se dio cuenta de que podía elegir por sí misma ser quien ella quisiera, decidió ser todo el tiempo, la mujer más hermosa del mundo.
Cuentan que, desde entonces, cada vez que nos encontramos con alguien que, con el corazón entre las manos, nos autoriza a ser quienes somos, invariablemente nos transformamos. Abandonamos para siempre las horribles brujas y los malditos ogros que anidan en nuestra sombra para que, al desaparecer, dejen lugar a los más bellos, amorosos y fascinantes caballeros y princesas que yacen, a veces dormidos, dentro de nosostros. Hermosos seres que terminan infaliblemente adueñándose de nuestra vida y habitándonos permanantemente.
Mucho más allá de que esa autenticidad sea o no de nuestra conveniencia. Mucho más allá de que, siendo quien eres, me elijas o no a mí, para continuar juntos el camino.

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